Comentario
CAPITULO VIII
Parte el autor para el cabo de Gracias a Dios; negociación
que los piratas hacen allí con los indios, como también
llegada a la isla de los Pinos y, finalmente, su vuelta a Jamaica.
El grande temor que tuvimos por los indios a causa de la muerte de las dos pobres esclavas que dijimos, nos hizo resolver a partir con gran diligencia de aquel puesto. Enderezamos nuestro curso hacia la isla o cabo de Gracias a Dios, donde teníamos fija nuestra última esperanza para hallar provisiones; suponiendo que allí viven o concurren muchos piratas que tienen correspondencia y trato con los indios de aquellas partes; llegado que hubimos a dicha isla, con grande alegría dimos gracias al Señor por habernos librado de tantos peligros y llevándonos a un lugar de refugio donde hallamos gentes que nos mostraron cordial amistad y nos proveyeron de todo lo que necesitábamos.
Es costumbre en aquel país, que cuando los piratas llegan cada uno puede comprar una india por el precio de un cuchillo o un viejo destral; por tal compra, la india es obligada a quedar en poder del pirata hasta que de allí parta, entre cuyo tiempo debe servirle y buscarle de comer de toda la suerte de víveres que la tierra da, teniendo libertad el pirata de ir cuando se le antoja a la caza, pesca y otros divertimientos de su gusto, no siéndoles permitido de hacer insultos, pues los indios les traen todo cuanto necesitan y les piden.
Con la frecuencia y familiaridad que estos indios tienen con los piratas, acostumbran, tal cual vez, de irse con ellos a la mar y quedan años enteros sin volver a sus casas de que resulta saber hablar muy bien las lenguas inglesa y francesa y muchos piratas, la indiana. Son muy diestros para tirar el arpón, con que les dan mucha utilidad para el sustento de sus navíos con la pesca de tortugas y manatíes; porque un indio es capaz de abastecer una nave de 100 personas. Teníamos dos de los nuestros, que hablaban bien la lengua indiana, por cuyo medio fui curioso de saber lo más digno y notable de sus políticas, vida y costumbres de que daré aquí breve noticia.
Tiene esta isla casi 30 leguas de circuito, se gobierna como una pequeña república sin rey ni soberano y sin amistad con otros de otras islas circunvecinas, ni menos con españoles; componen un pequeño pueblo, cuyo número no excede de 1.600 o 1.700 personas que sirven algunos de algún esclavo negro, los cuales llegaron allí nadando por naufragio llevándolos a tierra firme los blancos, a quien mataron con intento de volverse con el mismo navío a sus tierras, que no pudieron conseguir por ser marineros poco diestros; pues, por su poco gobierno, dieron a la costa. Aunque, como dije, es pueblo corto, viven como divididos en dos semejanzas de provincias, de las cuales la una se entretiene en sus plantíos y la otra, son tan perezosos, que no tienen el ánimo de fabricar chozas para vivir de aquí allí, sin saberse cubrir de las lluvias (que son frecuentes en aquellas partes) más que con hojas de palmas, las cuales se ponen en la cabeza y las espaldas, siempre contra el viento, no usando vestido alguno, si no es de cierto ceñidor que baja hasta cubrir las partes verecundas hecho de cortezas de árboles que baten fuertemente, tanto que basta para ablandarlas; de estas mismas se sirven para dormir encima en lugar de colchones; algunos los hacen de algodón, mas en corto número. Sus armas son azagayas, que acomodan con algunas puntas de hierro o algunos dientes de cocodrilos.
Conocen en alguna manera a Dios, pero viven sin religión ni culto divino y, según yo juzgo, no sirven ni creen en el diablo, como muchos indios de la América creen, adoran e invocan; con que no son tanto atormentados como las otras naciones. Su ordinario mantenimiento, por la mayor parte, consiste en los frutos bananas, bacoves, ananas, patatas, cazave; como también cangrejos y algunos pescados que pescan en la mar a flechazos. Cuanto a la bebida que usan, son industriosos para componer licores delicados; la más ordinaria llaman Achioc, y ésta la hacen de cierta simiente de palma, mojándola con un poco de agua caliente, y dejándola dentro hasta que todo se vaya al fondo y que, colada, tiene un gusto muy agradable y es muy sustanciosa. Otras suertes de bebidas preparan, que omito por evitar prolijidad; sólo diré de aquella que componen de plátanos, que amasan entre las manos con agua caliente y después echan en calabazas grandes que acaban de llenar de agua fría y las dejen reposar ocho días que dura en fermentar, como si fuese del mejor vino; bébenlo por regalo, de tal suerte, que cuando estos indios convidan a sus amigos o parientes no saben tratarlos mejor que dándolos este tal licor.
No saben aderezar de comer, y así son raros cuando banquetean a otros; vanse, por este fin, en casa de los que quieren convidar, diciéndoles vengan a beber de sus licores y, un poco antes que los convidados lleguen al puesto señalado, los que esperan se peinan muy bien sus cabellos y se untan después la cara con aceite de palma mezclado con alguna tintura negra que les pone disformes; las mujeres se enalmagran sus caras que aparecen rojas como el carmín y éstas son las máximas más civiles que usan para sus ornatos. Toma después el convidante sus armas, que son tres o cuatro azagayas, y sale de su choza apartándose de ella 300 o 400 pasos al camino por donde los convidados deben venir, y viéndolos acercarse se deja caer en tierra boca abajo, donde queda sin hacer más movimiento que si estuviera muerto; entonces, llegan los amigos y le ponen en pie y van juntos hasta la puerta de la choza, delante de la cual los huéspedes se dejan caer, también, en tierra como el otro hizo, a los cuales levanta, uno a uno, el convidante y, agarrándole por la mano, le conduce adentro y hace sentar; las mujeres en tales casos no ejercen muchas ceremonias.
Presenta luego a cada uno una calabaza llena de licor de plátanos, que es muy espeso a modo de papas, la cual tendrá dos azumbres dentro que debe tragar del mejor modo que pueda, con que habiéndola cada uno vaciado en su estómago, va el convidante con muchas ceremonias recogiendo sus calabazas y, hasta entonces, no es más que una bienvenida. Comienzan después a beber del licor claro que arriba dijimos, por el cual fueron llamados al banquete; síguense a esto muchas canciones, danzas, y mil caricias con sus mujeres; de tal modo que para significarlas su grande amor, toman algunas veces sus azagayas y con las púas de ellas se atraviesan las partes genitales, lo cual yo no pude creer por más que me lo habían asegurado hasta que mis ojos fueron verdaderos testigos de semejantes acciones. No lo hacen sólo en dichas ocasiones, más también cuando están amorosos y quieren dar a entender su gran constancia y afición.
Casarse no lo acostumbran sin consentimiento de los padres de la moza y si alguno pretende matrimonio, ha menester que primero el padre de la doncella le examine preguntándole en lo que puede trabajar, que de ordinario es si sabe hacer azagayas, arpones o hilar hilo, que usan para sus flechas; con que, respondiendo a propósito, el examinador pide a su hija una pequeña calabaza llena del sobredicho licor, del cual él bebe primero, da al pretendiente y, finalmente, éste a la novia, quien termina de beber; con cuya ceremonia el casamiento está hecho. Cuando alguno bebe a la salud del otro, debe el segundo consumir todo el licor que en la calabaza queda del primero, pero en caso de bodas sólo entre los tres se consume siendo la desposada la mejor librada.
En los partos la mujer, ni el marido, guardan el tiempo como hacen los caribes; pero, después que parió la mujer se va al instante al río, arroyo o fuente y lava su criatura envolviéndola sucesivamente en ciertas fajas que allí llaman calabas y, así preparada, se vuelve a su ordinario trabajo. En los entierros, practican que, cuando un hombre muere, la mujer le debe enterrar con todas sus azagayas, cinturas y joyas, las cuales traía pendientes a sus orejas. Su obligación es venir todos los días a la sepultura de su marido llevándole a comer y beber un año entero, que cuentan por la luna, observando quince, que hacen el círculo completo, como nosotros doce meses.
Algunos historiadores (escribiendo de las islas Caribes) dicen que esta ceremonia por los muertos las observan entre ellos generalmente y que el diablo viene a los sepulcros y se lleva todo lo que cerca de ellos ponen de comida y bebida; pero yo no soy de esta opinión, pues que he llevádome y comido todas esas ofrendas muchas veces, sabiendo que los frutos de tales ocasiones son los más selectos y maduros, como también delicados licores cuanto permite el uso más regalado. Cuando la vida ha continuado así dicho año, abre la sepultura y saca todos los huesos de su dicho marido, que lava y seca a los rayos solares; que después ata todos juntos, los mete en una cabala a modo de zurrón, siendo obligada a llevarlos a cuestas otro año entero de día y de noche, dormir sobre ellos hasta el fin de dicho tiempo, que completo, ata contra el marco de la puerta de su casilla, si la tiene y, si no, a la de su más próximo vecino o pariente.
No pueden volverse a casar segunda vez las viudas, según sus leyes, antes que el término de dichos dos años sea completo. Los hombres no son obligados a tales ceremonias y, si algún pirata se casa con alguna indiana, ella debe hacer en todo y por todo con él como si fuera un indio. Los negros que están en esta dicha isla viven en todo y por todo según su propia costumbre. Todo lo cual pareciéndome digno de la curiosidad más cultivada he querido en breve traer aquí como de paso y seguiré mi viaje diciendo que, después de habernos refrescado y proveído lo mejor que nos fue posible, partimos de allí para la isla de los Pinos, a la cual llegamos en quince días, siéndonos otra vez preciso acomodar nuestra embarcación, que ya estaba llena de hendiduras; lo cual al punto ejecutamos, dividiéndonos unos a este trabajo y otros a la pesca, que nos produjo tan ventajosamente que en seis o siete horas cogimos tanto pescado cuanto era bastante a dar de comer con abundancia mil personas hambrientas; teníamos con nosotros algunos indios del cabo de Gracias a Dios, que eran muy diestros en la pesca y en la caza, y como en esta isla hay grande cantidad de vacas, que los españoles otras veces llevaron allí para multiplicar, matamos en breve tiempo tantas como hubimos menester para saciar nuestros apetitos y salar para provisiones de mar. No fue menor la abundancia de tortugas que obtuvimos, con lo cual comenzaron todas nuestras inquietudes y penas a disiparse, poniéndolas en profundo olvido y, así, principiamos a llamarnos los unos a los otros por el nombre de hermanos, de que antes en nuestras miserias no teníamos ánimo de mirarnos sin ceño recíproco.
Comimos abundantemente, sin tener temor de algún enemigo, porque los españoles y nosotros estábamos allí en buena amistad; sólo que nos era preciso hacer guardia toda la noche por la mucha abundancia de cocodrilos que en aquella isla corren, sabiendo que cuando están hambrientos combaten a los hombres para comérselos, como sucedió a uno de nuestros camaradas, el cual se fue con un negro al bosque, donde estaba encubierto un cocodrilo que se avanzó con furia a dicho nuestro camarada y, cogiéndole por un pie, le echó por tierra; mas, siendo hombre robusto, fuerte y animoso, sacó su cuchillo, y después de muchos peligrosos combates, mató al animal. No obstante, cansado de tanta defensa y flaco por la mucha sangre que le corrió de las heridas, quedó medio muerto o como desmayado en tierra, hasta tanto que el negro (habíase huido) volvió y cargó acuestas con su amo, al cual llevó a las orillas de la mar (que de aquel puesto estaba una legua) donde venimos con una canoa, y le llevamos a bordo de nuestro navío.
No osó después volver persona sola al bosque, sin muy buena compañía, y estando nosotros pesarosos de la mala fortuna de nuestro compañero, fuimos atropados, buscando cocodrilos que matar. Veníanse estos animales de noche cerca de nuestro navío, haciendo figura de querer subir arriba, mas nosotros agarramos uno con un garfio, el cual tuvo el atrevimiento de comenzar a montar por la escala de nuestra nave. Después que allí hubimos quedado largo tiempo y reparado todo lo que nos hacía antes falta, partimos para Jamaica, a la cual, con próspero suceso, llegamos en breves días y hallamos a Morgan, cuyo resto de camaradas aún no había visto, siendo nosotros casi de los primeros.
Persistía dicho caudillo en querer conducir gente a la isla de Santa Catalina para fortificarla como propia, mas impidióle el designio un navío de guerra de Inglaterra, que llevaba orden del rey, para que el gobernador de Jamaica viniese a la corte de Londres a dar cuenta y satisfacción de todos los procederes tocantes las piraterías que había mantenido en aquella isla, con tanto menoscabo de los vasallos de S. M. Católica. Traía, también, un nuevo gobernador, que al punto hizo advertir, con barcas que para ello despachó a todos los puertos del la isla, la buena correspondencia que el rey su señor pretendía tener y tenía con la majestad Católica y sus vasallos; y que de allí adelante no se sufriría jamás que algún pirata saliese de Jamaica para cometer hostilidad alguna contra los españoles, ni contra otro alguno que se fuese.
Luego que todos entendieron estas órdenes, y los piratas que estaban aún en mar tuvieron temor, de suerte, que no se atrevieron, los que fuera se hallaban, a volver a dicha isla, quedándose en la mar y haciendo tantas maldades, cuantas les era posible. Algún tiempo después los mismos piratas tomaron una villa, la cual llaman los Cayos en donde cometieron toda suerte de hostilidades y bárbaras crueldades; pero el nuevo gobernador de Jamaica, con prudencia rara, hizo tanto que cogió a los más y, no perdonándosela, los ahorcó a todos, cuyo escarmiento evitaron otros, que se retiraron a Tortuga, y se juntaron con los franceses, en cuya compañía perseveran hasta el presente.
Relación del naufragio que Monsieur Beltran Ogeron, gobernador de la isla de Tortuga padeció,
y cómo caló él y sus compañeros entre las manos de los españoles;
cuéntase la sutileza con que salvó su vida; empresa que forjó contra
Puerto Rico para librar a su gente, y cómo no le sucedió según su designio
El año de 1673, sucedió que los habitantes de las islas francesas juntaron una flota considerable para ir a tomar las islas de la América, pertenecientes a los poderosos estados de Holanda; por cuyo fin el General de su flota convocó, de la parte del rey de Francia, a todo pirata y voluntario que quisiera unirse a su bandera. Fabricóse un navío de guerra en el puerto de Tortuga, al cual se le puso por nombre Ogeron; armóle de toda suerte de bucaniers, con intento de seguir al general y a su flota. Su primera intención era ir a la isla de Curaçao, que no se verificó, a causa de un naufragio que les cortó el curso de su gloria.
Ogeron, pues, salió del puerto de Tortuga con determinación de juntarse a la dicha flota y, habiendo llegado al poniente de la isla de S. Juan de Puerto Rico, le sobrevino una furiosa tempestad, que fue causa de dar su navío contra los peñascos cercanos a las islas Guadanillas, donde se redujo en millares de pedazos; pero, como se hallaron cerca de tierra, se salvaron en chalupas que tenían dentro.
El día siguiente, cuando ya todos estaban en tierra, fueron descubiertos por los españoles que allí viven, a los cuales estimaron por piratas franceses, que creían era su intento tomar de nuevo la isla como antes lo habían hecho diversas veces; y así, juntaron toda su gente y salieron al encuentro de los franceses, a quienes hallaron desproveídos de todas armas y, por consecuencia, inhábiles a la defensa; de modo que clamaron misericordia y benignidad, pidiendo cuartel a los españoles, los cuales, acordándose de las horribles y crueles acciones que habían cometido tantas veces, respondieron diciendo: Ah, perros ladrones, ¡no hay cuartel para vosotros! Y descargándose sobre ellos, mataron a la mayor parte; no obstante, viendo no hacían resistencia alguna y que no tenían algunas armas, cesaron el rigor y tomaron por prisioneros los que quedaron en vida, aún creyendo que el designio de los mal afortunados franceses era de haber querido tomar y arruinar la isla.
Atáronlos de dos en dos y de tres en tres y, así, los condujeron a las sabanas o campañas rasas, en cuyos sitios les preguntaron donde estaba su conductor y capitán; a que respondieron, se había anegado en el naufragio, aunque sabían cierto era falso, porque Ogeron, no siendo conocido de los españoles, se comportó de modo como si no supiese casi hablar. Los dichos españoles no creyendo lo que los prisioneros decían, hicieron exquisitas diligencias para hallarle; mas, entretanto, dicho Ogeron se tenía en todas sus figuras y acciones como si fuese loco, el cual no ataron como a los otros porque servía de entretenimiento y risa a los soldados, que algunas veces le daban tal cual mendrugo de pan, cuando los otros no tenían nada para satisfacer a sus caninos estómagos; siendo tan corta la porción que les daban que apenas podían vivir con ella.
Había entre ellos un cirujano, el cual habiendo hecho servicios notables a los españoles, fue desatado como Ogeron, que viendo el rudo trato que hacían a sus compañeros, propuso al dicho cirujano lo que resolvió, que era: exponerse a los peligros de la vida para escaparse; que emprendieron yéndose a los bosques, con ánimo de hacer alguna invención navegable, aunque no se hallaban más que con un sólo destral, que les pudiese servir en tal caso. Comenzaron, pues, los dos la marcha y, cuando hubieron caminado todo el día, llegaron al anochecer a las riberas de la mar, donde no se hallaron con cosa alguna que comer, ni parte asegurada para recogerse a dormir. Vieron a las orillas del agua grande cantidad de pescados que llaman corlabados, que acostumbran venir a buscar a los bordes del agua ciertos pescadillos que les sirven de mantenimiento; tomaron cuantos les fueron necesarios y encendieron fuego por medio de dos pedazos de madera, que frotaron prolijamente el uno contra el otro, de tal modo, que hicieron brasa para asar todo su pescado y, mientras se asaba, comenzaron a cortar madera para labrar un género de chalupa con que atravesar hacia la isla de Santa Cruz, que pertenece a los franceses. Descubrieron mientras esto hacían, una canoa a lo lejos, la cual traía la proa hacia donde ellos estaban, temieron y, así, se retiraron más adentro en lo más espeso del bosque, donde estuvieron hasta ver y distinguir la gente que traía, que no eran más que dos hombres; en su disposición y aparato, pescadores. Concluyeron arriesgar la vida y emprender vencerlos, con que divisaron a uno de ellos que se encaminaba solo, cargado de calabazas, a un arroyo cerca del puesto donde ellos estaban; eran los dos un español y un mulato, el cual caminó algún trecho solo, porque su compañero quedaba un poco atrás, viéndole detenido; diéronle al mulato un grande golpe en la cabeza con el destral, que fue bastante para quedar, luego, allí muerto; con que, el otro español, oyéndolo, huyó como otra vez a la canoa para escaparse, mas no pudo tan presto, que al mismo tiempo no llegasen los dos y, dentro de ella misma, le mataron. Fueron a buscar el otro cuerpo, que trajeron con designios de llevar los dos en alta mar y, en ella, echarlos para sustento de pescados y, con eso, evitar lo conociesen los españoles a la larga o a la corta.
Hecho todo esto tomaron con prisa el agua fresca que pudieron y se fueron a buscar algún lugar de refugio para esconderse, mientras el día pasaba; que no era tan corto que no tuviesen lugar de ir a las costas de Puerto Rico, hasta el Cabo Rojo, de donde atravesaron derechamente hasta la Española, en la cual estaban sus compañeros y camaradas. Las corrientes del agua y los vientos les fueron muy favorables; tanto, que en pocos días llegaron a un lugar llamado Samaná, en el cual hallaron un partido de su gente.
Dio orden Ogeron al cirujano de juntar por toda la costa tanta gente cuanta fuese posible y él partió para Tortuga, en cuya isla procuró algunos navíos que le asistiesen; de modo que, en poco tiempo, juntó un muy buen número preparados a seguir y ejecutar sus designios, que eran ir a librar los prisioneros que quedaron, como está dicho. Después que hubo embarcado la gente que el cirujano había buscado y todo lo demás, les exhortó a tener ánimo, diciendo: Grandes expolios y riquezas tendréis todos y así, cobardía fuera, llenad vuestros corazones de generoso brío, que con eso os hallaréis satisfechos bien presto de lo que ahora son esperanzas solamente. Fióse cada uno en sus promesas y hubo general alegría y, sin aguardar más tiempo, soltaron las velas, guiando el timón a las costas de Puerto Rico, de las cuales llegando a ver de lo alto sus mástiles, no se sirvieron más que de sus bajas velas, a fin de no ser descubiertos de los españoles hasta llegar al puesto donde determinaron echar pie a tierra.
Los españoles (no obstante esta sutileza), estando advertidos de su venida, se prepararon a la defensa y escuadronaron todo el largo de la marina y tropas de caballería para observar la salida de los franceses. Visto por Ogeron todo esto, dio orden de acercarse a la costa y que disparasen mucha artillería, con que forzó a la caballería a buscar puestos donde cubrirse dentro del bosque, donde estaban encubiertas tropas de infantería que se habían agazapado el vientre contra tierra; mientras, los de los navíos salían fuera y comenzaban a entrar en los bosques, a cuyo tiempo los españoles se levantaron con furia y embistieron contra los franceses, tan briosos, que en poco tiempo los arruinaron en parte y dejando cantidad de muertos en el campo, el resto (con gran pena) se salvaron en sus navíos.
Ogeron, aunque escapó, estaba medio muerto de la pena que le causó la infausta reducción de su empresa y porque veía en su idea que los que quería librar se hallaban más retrocedidos de las esperanzas que habían, hasta entonces, tenido; y así, su flota se apresuró en dar a la vela y tornarse por donde habían venido, llenos de confusión; menos en número y ligerísimos de los expolios españoles, cuyas esperanzas les alargaron la voluntad para salir contentos, debajo de las promesas del infortunado Ogeron. Los españoles estuvieron vigilantes y reacios en los bordes de la mar, hasta que la flota fue perdida de su vista y, entretanto, acabaron de matar a los que, por heridos, no pudieron correr para escaparse y cortaron algunos miembros de los cuerpos muertos con intención de mostrarlos a los otros viejos prisioneros, por cuya redención vinieron estos otros.
Encendieron en la isla fuegos y luminarias de alegría por la victoria de sus armas; mas los prisioneros franceses tuvieron un miserable trato, el cual vio Jacob Binkes, gobernador, por entonces, en la América, por los señores Estados Generales de las Provincias Unidas, que llegó a la dicha isla de San Juan de Puerto Rico, con algunos navíos de guerra para comprar provisiones y otras cosas necesarias al refresco de su armada y, por compasión, se trajo cinco o seis, que sirvió de mayor encono a los españoles; pues enviaron a los otros prisioneros a su ciudad principal, donde les emplearon para trabajar en las fortificaciones que se hacían, llevando y trayendo materiales; que acabadas, el gobernador les remitió a La Habana, y allí trabajaban del mismo modo de día y, de noche, los encerraban. Temiendo no diesen algún ataque a la ciudad, de cuya empresa tenían ya los españoles demasiadas pruebas y razones, para tratarlos de aquel modo.
En diversas ocasiones que llegaron allí navíos de Nueva España fueron, poco a poco, enviándolos a Cádiz (en ellos); mas, habiéndose vuelto a juntar todos en Francia, resolvieron de retornarse a Tortuga con la primera ocasión; asistiéronse los unos a los otros, tanto que pudieron en todas sus necesidades; y así, en poco tiempo, la mayor parte de ellos se hallaron en Tortuga, en cuyo puerto armaron de nuevo una flota de piratas debajo de la dirección de un tal Sieur Mainteneon, de nacionalidad francesa, que vino después con ella a la isla de la Trinidad, que está situada entre la de Tobago y las costas de Paria, a la cual rescataron en diez mil reales de a ocho y se fueron con ánimo de saquear la ciudad de Caracas, que está enfrente de la isla de Curaçao.
Fin de la historia de Piratas